Hace ya más de 30 años el mundo se encamina de modo exponencial hacia un mundo en red, sin subordinación jerárquica y desafiando la concentración de información. La red es intrínsecamente un acto de colaboración. La red se estructura de par a par: es una red humana sin centro, que comparte conocimientos, experiencias y aprendizajes.

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Hoy somos una comunidad global, una superestructura global que trasciende a corporaciones y estados proponiendo una descentralización de raíz en todos los órdenes que nos gobiernan, que no reconoce nacionalismos y, por eso, vemos que la innovación puede ocurrir en cualquier lado. El objetivo: derribar barreras.

Pero, ¿cómo empoderar a los pares permitiéndoles una participación y acceso efectivo? Vivimos en la era de la información y día a día nos sorprendemos con los potenciales de la tecnología. Entonces, ¿por qué no aprovechar los beneficios en términos participativos y democráticos de la tecnología digital para convertir a cada par en un constructor de su comunidad?

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El surgimiento de las grandes ciudades modernas y la Revolución Industrial, a principios del siglo XIX, hizo que un gran número de emigrantes provenientes de comunidades rurales se instalen en áreas urbanas. De este modo, la urbanización masiva barrió cualquier posibilidad de colaboración comunitaria. En aquel momento surgió la figura del vecino como un desconocido. El concepto de comunidad se transformó y apareció la famosa neurosis de la sociedad industrial. La idea de fraternidad no existía ya en esas ciudades.

Hoy, la red nos posibilita la vida en comunidad nuevamente. A través de la red es posible pensar en una comunidad de armonía y complejidad, donde entre más voces, más rica la comunidad. La tecnología digital juega un rol central puesto que es la mejor forma de democratizar el acceso a la información.

La red es un modelo que no sigue líneas de subordinación jerárquica: cualquier elemento puede afectar o incidir sobre cualquier otro. Pensar al mundo del siglo XXI exige que sea un ejercicio hecho a fuerza de software. Una buena planificación es suficiente para dejar atrás el supuesto de que necesitamos jerarquías y burocracias, donde abundan los profesionales revestidos de guardianes del interés público.

Comprender desde el intelecto la vida en red no es condición suficiente. Ser una sociedad de lógica verticalista le impone un desafío a la dinámica horizontal. El conocimiento venía siempre de nuestros mayores porque el mundo, generación tras generación, era más o menos el mismo. Así, las estructuras de poder que heredamos son de carácter verticalista. Desarmar a la memoria colectiva del miedo, la competitividad y el egoísmo es tarea que requiere ser tratada en profundidad.

Se habla de una presencia de nivel celular: no estamos biológicamente aptos para percibir un contexto de tal cambio acelerado. Pero la red, en todos sus formatos, imparte un deseo; recuperar el mundo para comprender y actuar, donde los pares son plurales: no se rigen por una lógica antagónica, buscan la síntesis en lugar de desplazar al otro.

¿Cómo debe funcionar esta comunidad global? Mediante la creación de diálogos se obtiene lo mejor del saber individual con el desarrollo de la horizontalidad, promoviendo un sistema híbrido con un poder descentralizado que posibilite cambios de abajo-arriba. Predecir el futuro es un juego de azar pero no es necesario tener la bola de cristal para saber que nos encaminamos hacia el surgimiento de estructuras más horizontales. Es indispensable para poder asimilar la complejidad que propone una realidad cada vez más global.

En nuestra cultura, a menudo tendemos a glorificar a una persona de éxito mientras que sus compañeros son anécdotas de la historia: los perdedores se excluyen y los ganadores se aíslan. Sin embargo, bien sabemos que Internet – próxima a volverse una herramienta ubicua y un derecho inalienable – ha transformado nuestra forma de vivir. La cultura libre se encuentra en el ADN de la Internet, con el trabajo de los hackers. Las culturas digitales permiten proporcionar otro centro de atención: las comunidades. Es el intercambio de conocimiento para todos lo que prima.

La expansión del mundo digital nos obnubila del mundo real. Pensamos a través de pantallas y son condición necesaria para la vida global pero no por eso debemos olvidar la escala local. Compartir la cultura ya conocida en Internet adquiere un significado nuevo. Hoy estos cambios salen fuera de las pantallas y se insertan en el mundo de la industria, la educación, la medicina y el transporte, entre otros. Cooperar en lo real es olvidar las individualidades y compartir la mejor receta para mejorarla repetidamente.

La herramienta es la que permite empoderar a cada par a través de técnica y conocimiento. Así como ocurrió con Internet, hoy volvemos a vivir esta reacción pero en el mundo real: las comunidades se reúnen para ajustar, probar, buscar, crear, aprender, fallar y repetir. En definitiva, lo que subyace a cada fenómeno refleja el potencial disruptivo que tiene la red ya no para transformar la arena cultural como lo hizo hace 30 años, sino revolucionar de raíz el funcionamiento de la política, la educación, la economía, la industria para inyectar una gran dosis de espíritu colaborativo en la comunidad.