Si navegas por cualquier grupo de diseño en las redes sociales, es inevitable encontrarte con algún post sobre lo mal pagada que se encuentra la profesión y la falta de comunicación y valoración del cliente por nuestro trabajo.
La tendencia está ahí y no podemos tapar el sol con un dedo para ignorar que estos temas son especialmente sensibles, no porque solo sea tema de conversación en las redes, también porque lo es en los encuentros de diseño, en cafés, conferencias o clases universitarias, cualquier lugar donde dos diseñadores se topen.
Un tema que ocupa más a la psicología, indica que casi siempre nos quejamos sobre nuestros propios defectos en temas de terceros. Me ha tocado comprobarlo en carne propia: recomiendo a un colega aprender a decir que «no» cuando no le convence aceptar un trabajo, mientras que muchas veces soy incapaz de dar negativa a proyectos que no valen la pena o simplemente no quiero hacer.
Bajo este principio —y sin esa pretensión de juzgar a quien escribe los posts quejándose de ello—, los diseñadores tenemos esos dos temas siempre sobre la mesa por nuestra incapacidad e hacerlos cumplir y respetar; tal pareciera que nuestro placer o el gusto de hacer un trabajo siempre le gana al tema económico: si yo quiero tal o cual proyecto prefiero hacerlo cobrando menos que ponerlo en riesgo al negociar un costo. Esta verdad se codea con la ley de la oferta y la demanda, que implica que si yo no acepto ese proyecto tal y como se me pone en la mesa, con una paga inferior a lo que considero justo, habrá otro diseñador atrás de mí dispuesto a tomarlo, incluso bajo condiciones menos favorecedoras.
Esta realidad produce un sentimiento de lavar nuestras culpas invitando a que otros no lo hagan, que quizá tengan una mejor opción de negociar y conseguir lo que nosotros no hemos podido. Quiero pensar que en el fondo, quienes condenamos estas acciones, hemos aprendido nuestra lección y deseamos que otros no caigan tan fácilmente, nuestras intenciones son buenas y legítimas. Pero ello no quita todos los demás motivos que nos orillan a aceptar trabajos baratos, nos mueve también la necesidad, el crecimiento profesional o la esperanza de afianzar al cliente y que las cosas mejoren con el tiempo, que un día despierte y se dé cuenta de lo poco que nos paga y lo mucho que merecemos. No es la forma de eliminar o, cuanto menos, aminorar la baja autoestima que nos invade cuando aceptamos largas horas de trabajo por unos cuantos centavos, sino un pensamiento a mediano y largo plazo que nos pueda ayudar a valorar al diseño en su perfecta dimensión.
Han existido intentos fallidos por estandarizar costos (¿Realmente se puede estandarizar cuánto cuesta un producto de nosotros?). Se entiende la dificultad: no se puede estandarizar cuánto cuesta un auto: los hay de 100 mil o hasta millones de pesos y sonaría ridículo que alguien estuviera ofreciéndolos a menos de 10 mil pesos. En este equivalente vemos un poco más de empatía con la competencia desleal de la que tanto nos quejamos, de costos tan bajos que no puede resultar en otra cosa sino en pérdida.
Lo que realmente estamos buscando son tabuladores: rangos de negociación entre quienes están dispuestos a pagar por un diseño; porque siempre va a haber un cliente que pague tres pesos y un diseñador dispuesto a aceptarlos, así como nosotros tratamos de colocarnos en la parte más alta de los tabuladores, donde busquemos cifras de 4 o 5 ceros con clientes que, conociendo el valor real del diseño, estén dispuestos a cubrir esa inversión (ojo, digo inversión, no costo). Pero ambos estarán siempre ahí dispuestos a pagar lo que creen justo. Eso es difícil de cambiar y no es ahí donde debe estar nuestra lucha, sino en que cada día sean más los clientes que creen en nuestro trabajo.