El arte urbano se apodera de una herramienta marginal, subversiva, casi siempre política –que traduce la condición del mensaje de no caber dentro de los circuitos oficiales– y la convierte en el vehículo gráfico de cierta perspicacia e inteligencia típica: aparece en el espacio urbano como un discurso que se elabora en el interior del lugar.

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El artista: un intrascendente grado de autoría cero

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El arte urbano es público, todos lo ven, y sin embargo, generalmente, la ausencia de firma produce un efecto de clandestinidad, confusión, alteridad y desdoblamiento. Quien hace arte urbano es, por lo general, un artífice clandestino. Por lo tanto, no reivindica la autoría en forma individual y directa, sino –eventualmente– mediante el uso de un seudónimo o de un nombre grupal o corporativo. Entonces, ¿es posible aplicar la noción de autor en este género discursivo? Suponiendo que la identidad del autor es secundaria y el ocultamiento de los artistas es una consecuencia lógica del modo en que conciben su arte y técnica, el arte urbano es un efecto de la interfaz entre hombre y ciudad. Es así como entonces el ocultamiento del autor potencia el distanciamiento entre creación y recepción puesto que no hay una intención marcada por dejar huella para convertir un espacio urbano en territorio de grupo.

Pretender reflexionar acerca del arte a partir de la moral de las instituciones artísticas implica restringirse a las manifestaciones que tienen autor puesto que es en las galerías, museos, instituciones, exposiciones y fundaciones donde se precisa etiquetar las obras y, de este modo, las pintadas sobre una pared quedan aquí excluidas. Cuando alguien escribía en la ciudad de París “El arte ha muerto” no sólo repetía la aspiración de la reintegración del arte burgués en la Modernidad; de alguna manera también actuaba esa aspiración en la calle al sacar la palabra y la imagen del libro y del museo. De este modo, se comprende que ya hay en el mismo acto de salir a pintar las calles un desafío a los límites y reglas del arte.

En consecuencia, resulta complejo catalogar y comprender qué es aquella pintada sobre una pared puesto que, ¿es posible pensar en una obra de arte pero sin autor? Ahora bien, podría pensarse que aún falta considerar si el arte urbano, poseyendo o no un autor, es arte pero ¿interesa hoy en día diferenciar lo que es arte de lo que no lo es? Arthur Danto afirma que es el signo de los tiempos en la historia del arte que el concepto de arte no imponga restricciones internas en cuanto a qué cosa son las obras de arte, así que ahora no es posible decidir si algo es una obra de arte o no.

Así, los límites para definir si esta práctica callejera es o no arte se vuelven nebulosos. Se puede pensar que hay en el ejecutor una pretensión por ser, precisamente, un artista pero ¿depende de la definición que hagan los propios realizadores? Y si no es así, ¿depende de la lectura del medio artístico, del juicio de críticos o curadores? En el arte urbano, no importa realmente quién habla, no hay un anclaje con la individualidad, puesto que esa voz se suprime a sí misma y se vuelva anónima. En su desplazamiento hacia la pared se busca que la repercusión pública sea mayor y, llevándolo a cabo a partir del anonimato, la apuesta por construir contra-información para un espectador masivo cobra un sentido particular cuando se hace creer que la ciudad es la que habla.

El espacio: una ciudad creativa y expresiva

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La ciudad moderna crea un ambiente de puro transitar de ida y vuelta en una constante necesidad de llegar a nuestros destinos. Fuera del espacio privado del ciudadano solitario poco hay de significativo. Las calles se presentan como un espacio de circulación de desconocidos, donde la ciudad ha sido recluida a su mínima expresión, se tiende al individualismo y se desvela como carente de interés. Además, ubicarse del lado de la lectura requiere un atrevimiento puesto que prestarle atención a dichas prácticas implica imbuirse en la pregunta por las intenciones y voluntades de los productores, que son desconocidas.

Charles Baudelaire con París y José Martí con Nueva York son dos ejemplos de lo que un observador atento puede desentrañar al caminar una ciudad. El flaneur, el errante que excita los sentidos, percibe lo que la ciudad le dice y lo comunica por medio de crónicas o cuentos representa el espíritu de quien busca descifrar la ciudad. Al igual que El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, el curioso crítico indaga y se pregunta por lo que recibe con sus sentidos.

Sin comunicación, no hay identidad. Así, los elementos simbólicos –cargados de significaciones por los actuantes– son los que permiten entablar interacciones sociales. Es el hambre artístico individual el que conlleva al nacimiento de la interacción social con la ciudadanía en su transitar diario. Se observa así el surgimiento de un arte que invita al diálogo y motiva el entendimiento en un lugar ni más ni menos público que la calle. Así, la idea que los habitantes tienen de la ciudad se nutre de las representaciones sociales elaboradas por los medios de comunicación pero también por sus propias experiencias cotidianas.

El espectador: un ciudadano que contempla

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Suponiendo que el lector urbano no es personaje que abunde en estos días, ¿cómo llegan los ojos del ciudadano a estas prácticas marginales en un sitio donde los sentidos se aplacan porque lo único que importa del territorio es el pasaje que permite llegar?

La vida del ciudadano no queda limitada a su esfera privada puesto que el espacio público también lo conforma como un individuo colectivo y es aquí donde el mensaje del arte urbano aparece como un medicamento visual. El arte urbano no tiene marco y es la superficie elegida la que lo circunscribe. Es la ciudad misma la que sugiere un marco, a diferencia del cartel publicitario o institucional. Ocupando espacios inapropiados sorprende y comunica con su riqueza formal y semiótica, estableciendo en sus mismas estructuras visuales (en sus rasgos formales y en la naturaleza de su soporte) una relación dialógica diferida (en cuanto carece de posibilidad de respuesta simultánea) con el espectador.

Más allá de lo que uno está habituado a ver, hay situaciones urbanas que originan memoria. Como expresa Baudrillard, “la ciudad ya no es la zona político-industrial que fue en el siglo XIX, es la zona de los signos, medios de comunicación y el código”. El destino de esta herramienta circunscripta en el lugar de la ejecución de los signos, el arte urbano, dependerá ampliamente del manejo que se haga de ella. Como bien se adelantó Borges: “los ojos ven lo que están acostumbrados a ver” y, precisamente, habrá que permanecer atento y no olvidar de entrenar la vista en el ejercicio de esta sensibilidad.