En el mundo existen dos tipos de personas: quienes conviven con las cosas que les rodean y quienes las viven. Alejandro pertenecía al primer grupo: todos los días se levantaba y se bebía una taza de café, se bañaba y vestía para asistir a su trabajo, se subía a su auto y manejaba mientras escuchaba la noticias del día. De vez en vez hacía un coraje por algún conductor que se le cerraba en el camino o porque en el carril donde circulaba algún auto parecía estar perdido e iba demasiado lento. Ya en su oficina, preparaba informes, asistía a algunas juntas, contestaba correos y organizaba sus asuntos en su teléfono inteligente. Por la tarde, si salía temprano del trabajo se iba a correr al parque o bien, compraba algo para cenar con sus papás y hermanos, eso cuando su novia no lo animaba para ir al cine o alguna reunión con los amigos.

El día que todo cambió
Uno de esos días en donde al parecer no pasa nada, sonó el despertador. Curiosamente Alejandro ya estaba despierto como desde hace cinco minutos. Estaba mirando el techo, se había dado cuenta que el blanco de su cuarto ahora lucía un poco más amarillento de lo normal. ¿Cómo es que no se había dado cuenta? Además, cuando se prendió su despertador, inmediatamente asoció el sonido de la alarma con una canción que hacía tiempo no escuchaba. Eso era raro, tenía los mismos tonos desde hace años y nunca se había percatado de ello. Se bañó, no sin antes darse cuenta que el shampoo que usaba siempre había tenido una botella color verde que no le gustaba, pero que tampoco le había dado importancia alguna.

Se bañó y antes de vestirse, abrió su clóset y se encontró que la ropa que tenía era demasiado gris. Camisas blancas, pantalones negros y uno que otro vaquero que resaltaba por el color azul. De entre su ropa arrumbada hasta abajo de todos sus cajones, sacó una camisa de cuadros azul salpicada de colores vivos. Se la había regalado su tía en su cumpleaños, pero en su momento se le hizo demasiado loca como para usarla en la oficina. También buscó los calcetines de rayitas que le trajo su mamá de Estados Unidos y se los puso con unos zapatos negros. Apenas se podía reconocer en el espejo. Ya no traía el pelo relamido sino perfectamente desajustado y enredado con los dedos (primera vez que no usaba un peine).

Salió de su casa, no sin antes advertir que la taza del café de ese día era color naranja. —¿En qué mundo vivía?—, pensó mientas se rascaba la cabeza. Cambió las noticias por música y el camino fue como si lo recorriera por primera vez: la autopista estaba llena de anuncios espectaculares de los que nunca se había percatado. Todos tenían color, algunos tipos de letra que le disgustaban y otros que se le hacían más adecuado. Veía cómo algunos colores combinaban perfectamente resaltando las imágenes de los productos, mientras que otros se perdían entre tantos elementos distractores.

Se dio cuenta que, al entrar al estacionamiento, las señales eran nuevas, lo notó porque hace años se había fijado que no se lograban entender correctamente. Ahora estaban mucho más legibles, con mejor presencia y hasta combinaban con el estilo modernista de la construcción. Ya en su oficina, notó que su cubículo era demasiado frío. No había fotos, ni algún elemento con el que se identificara plenamente. Así que sacó unos imanes que se ganó en la rifa de la compañía y los usó para colocar algunas postales de paisajes y publicidad que le habían regalado en el restaurante la semana pasada. Eran de una marca de agua francesa y de un auto Mini, se veían muy bien con esos colores, y aunque se trataba de tan solo una pequeña muestra de color, hacía que todo el cubículo luciera diferente.

Acto seguido cambió el fondo de pantalla por un cuadro abstracto de colores brillantes. Ya entrada la mañana, mientras revisaba algunos documentos, se dio cuenta que el tipo de letra que tenían era demasiado fea, se ve como si nadie le hubiera puesto atención jamás. Así que cambió el estilo de letra en los informes que debía presentar. Lucía con una tipografía muy limpia y delgada, además que abrió el espacio entre líneas para que no fuera tan pesado leerla. —Pero vas a gastar más hojas con tanto espacio en blanco— le reprochó su jefe cuando le entregó el primer reporte del día. No era así, lo que Alejandro había hecho era hacer el tipo de letra un poco más pequeño, de tal forma que incluso se ahorraba más espacio.

A la hora de la comida, todos los de su departamento salieron juntos a comer al restaurante donde siempre festejaban los cumpleaños o le daban la bienvenida a alguien. Por primera vez en su vida, Alejandro se dio cuenta que siempre le había costado trabajo encontrar los platillos en la carta, estaba muy desordenada, además que las fotografías no lucían tan bien. —Mmmm, eso podría solucionarse si las fotos tuvieran un poco más de color y el menú tuviera alguna cubierta brillante. Además, la calidad de impresión es bastante mala, seguramente lo mandaron a imprimir con alguien que se ve no es muy bueno, porque algunas imágenes se ven borrosas—. Todos en la mesa se había quedado callados al escucharlo hablar, según Alejandro solo lo estaba pensando, pero en realidad estaba hablando en voz alta. Después de que se burlaron de él un momento comenzaron a cuestionarlo sobre este «despertar» que había tenido al darse cuenta de tantas cosas que había dejado pasar inadvertidas a lo largo de su vida.

—No sé qué me pasa—, decía, —de pronto, es como si toda mi vida la hubiera pasado con los ojos cerrados—. Así sucedió toda la tarde, en la salida de la oficina, vio que su novia traía unos aretes con forma de cubos de colores brillantes, en el cine, notó que los créditos de la película estaban construidos usando el mismo tipo de letra que había seleccionado para sus reportes del día, que el boleto de estacionamiento lucía muy triste y que la parte posterior podía usarse para colocar algunos anuncios.

Bienvenido al diseño
Con el pasar de los días, Alejandro comenzó a comprar algunos libros sobre objetos modernos y la importancia del diseño. Pensó en que le vendría bien a la empresa un cambio de imagen, su logotipo rebasaba las dos décadas y lucía un tanto fuera de moda. Así que se puso a hacer bocetos hasta que encontró uno lo suficientemente bueno como para mostrárselo a su jefe. —Gracias Alejandro, pero precisamente estamos viendo contratar a un despacho de diseño para que nos actualicen la imagen, si quieres, te propongo que tú dirijas el proyecto, te he visto muy entusiasmado últimamente para cambiar las cosas aquí en la empresa, para que todo se vea más bonito—.

Alejandro se molestó, si algo había aprendido de los libros que compró es que el diseño no se trataba solo de hacer las cosas bonitas, sino que funcionaran. No era posible hacer algo «bonito» que le guste a todo el mundo, pero el diseño, cuando está bien hecho, debe funcionar de tal forma que a veces ni te des cuenta. Por eso nunca nos fijamos si un tenedor está bien diseñado, porque no nos molesta, simplemente lo tomamos y lo usamos para pincharlo en el bistec que tenemos al frente. Lo mismo sucede con una revista o un libro, si lo lees sin problema es porque hay un trabajo de diseño detrás de él, donde todos los elementos estás dispuestos de manera que puedas entender lo que dice sin esforzarte, que leas primero lo más importante y después lo que sigue, que cuando veas un logo en la calle puedas saber de qué marca se trata sin necesidad de ver algún producto o incluso el nombre.

Con el pasar de los días Alejandro entendió que realmente le apasionaba el diseño, aunque había estudiado administración de empresas, se sentía mucho más cómodo pensando en soluciones a problemas comunes de comunicación. Veía la tele y no solo le entretenían los programas, sino que se fijaba en los anuncios, en los mensajes, en si la publicidad era buena, si el logo era nuevo y llegó al punto en el cual se le ocurrían mejores ideas que bien podía haberlas ejecutado si trabajara en una agencia.

Esa noche, mientras daba vueltas en la cama había una idea que lo aturdía mucho. Quería estudiar diseño, quería trabajar en una agencia o un despacho de diseño, quería dejar de usar Excel y comenzar a aprender Illustrator, quería crear logos, diseñar folletos, construir sitios web y hacer empaques de shampoo. De pronto, todo se alineó, se sentó apoyándose en la cabecera y pensó en voz alta: ¡Voy a estudiar diseño!

Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.