El que no sabe y no sabe qué sabe es un necio, evítalo.

El que no sabe y sabe que no sabe es un niño; enséñale.

El que sabe y no sabe qué sabe está dormido; despiértalo.

El que sabe y sabe qué sabe es un sabio; síguelo —Anónimo

Me tocó ser de una de las primeras generaciones de la universidad en la que estudié diseño gráfico, de media tabla para abajo, con maestros más deficientes que brillantes, tuve que recurrir a la autoeducación, a la experimentación y a mis compañeros de clase, que en muchos temas rebasaban los conocimientos de los docentes. Empecé a trabajar en el tercer semestre, lo que me ayudó también a suplir aquellas deficiencias que a la postre serían vitales en mi ejercicio profesional.

Mis hoy mejores amigos me enseñaron fotografía e impresión, yo les enseñaba editorial. Y sin querer todos nos convertimos en maestros y alumnos como un juego de ping-pong que se prolongó por cuatro años. Tuvimos largas sesiones nocturnas filosofando de la vida, de cómo podríamos sobrevivir en el mundo del diseño, en el inicio de una cruzada por el recocimiento, la dignificación y el establecimiento de una forma de ganarse la vida que muy poca gente comprendía.

Creamos nuestras materias de negocios al poner nuestro despacho de diseño, nuestro taller de serigrafía. Nuestra escuela fue el mundo real en donde hicimos proyectos que no nos pagaron, en los que salimos perdiendo, especialmente para quienes nos apoyaron, nuestros papás por principio de cuentas.

Cuestionamos nuestra enseñanza, nos volvimos hostiles, férreos, obstinados y dispuestos a vivir con lo que lográramos sacar rascando las mentes de nuestros maestros, luchando en el día a día por tener para la colegiatura y no perder el derecho a examen, por sobrevivir los exámenes entre el trabajo y las ganas de dormir.

Logramos sobrevivir. Lejos de convertirnos en víctimas, hemos buscado la mejor manera de llenar este hueco. En mi caso, dar clases se ha convertido en una forma de devolver el conocimiento adquirido, de sustituir lo no recibido, como si se tratara de un padre que trata de darle a su hijo todo aquello de lo que careció. A veces no puedo evitar la envidia cuando veo generaciones que me toca formar y tienen mejores armas, una idea más clara y una preparación

más sólida para enfrentarse al mundo que la que tuvimos nosotros, cuando invitan a egresados a hablar de sus logros y egresados a su alma mater para inspirar a quienes están en plena formación.

Precisamente hace poco coincidí con la universidad. Totalmente irreconocible caminé por sus edificios pintados diferentes, los salones que en algún tiempo nos pertenecían ahora son centros de lectura, oficinas, talleres. De aquellos tiempos ni una persona, es más no pude siquiera localizar la escuela de diseño. Su vasto campo de futbol hoy con gradas, con secciones techadas. Quizá solo las jardineras sean las únicas que seguramente me vieron pasar alguna vez cargando como pípila todo el arsenal básico de un diseñador en formación.

Una mala educación no es el fin del mundo. Uno puede sobrevivirla y a final de cuentas también te llevará a un rumbo irreconocible para quien tiene la fortuna de recibirla de primer nivel. Es otro camino, quizá no con la misma teoría, pero un bagaje impresionante de vivencias, de maneras para encontrar soluciones más allá de formalismos y teorías.

Y después de todo esto podría surgir la pregunta: ¿Y la universidad, para qué sirve? No es solo el papel, son cuatro años de experiencias (semestres más, semestres menos), de forzar un camino diferente que te lleve a respuestas distintas. Tus compañeros, que también son cómplices, serán al final el equipo que te ayude a balancear, a repensar lo adquirido.

Queda claro que la función de enseñar es de quien la ejerce, incluso fuera de un aula, la capacidad de aprender quien la recibe abiertamente, con sed de saber, de conocimiento, con ganas de tomar el futuro en sus manos y moldear la realidad de acuerdo a como uno quiera vivirla.

Podría sonar romántico, pero la enseñanza se resume en la capacidad de transmitir el conocimiento, la consecuencia de mantener viva la llama de la evolución, la investigación y la experimentación. Un maestro es alguien con la generosidad de ofrecer lo que tiene sin egoísmo, en el puro afán de perpetuar la experiencia y conocimiento.