Llega un camión turístico al Arco del Triunfo, está lleno de asiáticos. Bajan de camión con cámara en mano y más tardan en ubicarse en una de las aceras que rodean el monumento que en apuntar y disparar. Cuarenta turistas tomando mínimo 10 fotos, entre selfies, movidas, fuera de foco y todas con la programación en automático. Esta ráfaga de disparos silenciosos no se alargó por más tiempo de lo que llevas leyendo estas líneas. Sin más se dispersaron, supongo que a darle la vuelta, a comprar recuerdos, a gastar sus Euros.

Esta escena, supongo, se repite cientos de veces al día, no solo alrededor del Arco del Triunfo, sino de todos los monumentos alrededor del mundo. No importa si está lleno de gente, si está nublado o si está resguardado por alguna estructura para darle mantenimiento, las fotos no esperan y la necesidad de guardar ese momento parece ser una enfermedad que se contagia con tan solo sacar el teléfono.

No voy a entrar en la nostalgia de los tiempos en los que las cámaras fotográficas contaban con películas para 24 o 36 imágenes. Cada foto debía ser planeada meticulosamente, había que estudiar el paisaje, ensayar la pose y peinarse un poquito. Los resultados no eran inmediatos, por lo que si cruzaba alguien, si cerraban los ojos era imposible repetir el momento.

Hoy que los espacios son mucho más libres y los resultados inmediatos, da oportunidad para ensayar sobre la marcha, evaluar el resultado y ver si entre las 10 tomas que hicimos alguien del grupo no cerró los ojos. La generalización de las imágenes ahora da pie a que todos quieran fotografiar el Arco del Triunfo, el Ángel de la Independencia o el Palacio de Bellas Artes.

Si viéramos durante un segundo cada una de las fotos que hay de la Torre Eiffel tardaríamos años en dar la vuelta, mucho más de lo que tardó en construirse.

Lo interesante de esto, y el tema de esta reflexión, es la forma en la cual hemos sustituido el placer de mirar las cosas por el de tomarlas. Un poco como el efecto de las fotos de comida, donde uno se llena más el ojo con ver lo apetitoso de un platillo antes que comerlo, o en vez de. Queremos fotografiar el atardecer antes que verlo, que llenar nuestra mente y corazón de la grandeza.

Lo que cuesta trabajo entender es que hay escenas o paisajes que no son fotografiables. Si sabes maniobrar la velocidad del obturador y la apertura del diafragma, también sabrás que una toma que implica la captura de un atardecer es imposible mientras se viaja en un camión; requiere su tiempo, así como un entendimiento del entorno. El resultado de este efecto es que cada vez que el día nos deleita con un atardecer majestuoso, viene acompañado con una cantidad inverosímil de imágenes en Facebook e Instagram, de fotos feas, tomadas mientras manejas, movidas, con cables interrumpiendo el cielo y edificios feos que seguramente no viste porque estabas centrado únicamente en el sol que poco a poco se va escondiendo.

Otro tema que aparece con este efecto, es que siempre buscamos tomar fotos para verlas después. Como resultado, nuestro rollo fotográfico tiene muchas imágenes que no sabemos de dónde son o cómo llegaron ahí. Especialmente si somos fans de tomarlas cuando vamos en el coche o en el turibús. Pasamos por lugares que no hemos vivido y por lo mismo, nuestra memoria se olvida y dejamos de asociarlas con el entorno en el que fueron concebidas. El primer síntoma que adquieres con este mal es cuando tienes siempre tu teléfono/cámara listos para tomar lo que aún no sabes que verás.

La manera ortodoxa de capturarlas, es llegar al lugar, observarlo, sentir su ambiente, escuchar la explicación y entonces tomas la foto, después de haber estudiado el entorno, de encontrar el mejor encuadre. Solo así obtendrás una vivencia en físico —bueno, virtual—, una relación entre una imagen y el olor del restaurante, el mismo sentimiento de enamoramiento al estar con la persona que quieres o recordar lo bien que te la pasaste.

Y para convertir este artículo en algo más constructivo, un resumen a través de consejos para no tomar ráfagas de fotos como turista chino:

1. Limita tus fotos

Trata de tomar el menor número de fotos posibles. Eso te obligará a pensar el mejor encuadre y el momento ideal. Tengo un amigo que viaja con su cámara profesional y una tarjeta de 4 GB, apenas con espacio para 150 fotos, eso lo obliga a ser más calculador.

2. Toma las fotos por lo que vives, no al revés

Mi definición personal de tomar fotos es capturar un momento, que después hará click con un olor, una canción, una situación específica.

3. Estudia la toma, no descuides el entorno

Todo el mundo lo dice, pero para tomar fotos buenas tienes que aprender a ver más allá de lo evidente. Normalmente, si vamos a tomar una foto de un monumento, edificio u objeto, centramos nuestra atención en él y descuidamos lo que hay alrededor. Por ello hay fotos de reuniones o comidas en restaurantes con la mesa llena de vasos con la mitad de refresco, con platos y servilletas sucias.

4. Hazlo personal

Hay fotos para presumir que te fuiste de viaje, una selfie con el Ángel de la Independencia solo es relevante para ti y tus amigos/familia. A nadie más le va a importar, a menos que tenga algo relevante, cualquier cosa diferente que la convierta en memorable.

5. Piensa si vale la pena

Hay momentos que queremos fotografías porque sentimos que son hermosos. Los atardeceres son un claro ejemplo, pero piensa cuántas fotos de atardeceres has tomado y qué les haces después. Se pierden en tu teléfono porque después ya no tienen sentido, ni siquiera para ponerlas en tu Instagram. Hay cosas que es mejor disfrutarlas a tomarles foto. No necesitamos un historial de todas las comidas a las que hemos ido, porque entonces nada resulta relevante.

Piensa si vale más la pena vivir el momento, que fotografiarlo, a final de cuentas, las fotos de la torre Eiffel son infinitas.

 

Y el mejor consejo, por si ocupan: @designlifer_

Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.