¿Qué pasa cuando le dices «no» a un cliente o a un proyecto? En nuestro despacho lo hemos hecho —no tan seguido como quisiéramos— pero con resultados muy variables. En un par de ocasiones causamos un efecto contrario, cada no se convertía en terquedad por aferrarse a nosotros. Subimos los precios, las condiciones y cambiamos en trato hacia ellos, pero provocó el sentido opuesto: mayor adicción.

Tuvimos en cierta ocasión un proyecto demasiado atrayente. Representaba buena paga, poco tiempo de ejecución, una tarea bastante estimulante y justo en nuestra área de expertise. Sin embargo, entre el proyecto y nosotros se interponía un personaje odioso, desconfiado y pichicatero. Era la segunda vez que nos pasaba algo similar. La primera lo aceptamos y nos fue muy mal, esta vez esperábamos que fuera diferente. Lo fue durante 4 años. La tarea consistía en hacer un catálogo bastante grande. El tercer año terminamos hastiados y con la promesa de que si no cambiaban las condiciones negaríamos el trabajo. No fue así, ni una cosa ni la otra, aceptamos el trabajo con mayores condiciones que la vez anterior, aunque fue en balde, la misma persona a cargo, con un séquito de colaboradores que cambiaban cada año —prueba irrefutable de su poco profesionalismo—. Lo sufrimos demasiado, algo así como cuando las ganas de ir al baño se incrementan conforme te acercas al sanitario, no podíamos ver la hora de acabar con esto.

Terminamos el proyecto, exhaustos no sólo por lo pesado de la labor, sino por llevar a cuestas a alguien cuya presión te había hecho explotar inutilmente. Luego vino el remate, tratar de echarnos la culpa por circunstancias que retrasaron el trabajo. Aunque teníamos derecho a réplica, preferimos recibir el pago y olvidarnos del asunto en vez de alargar el tener que verle la cara una vez o escuchar su voz o incluso recibir un mensaje tecleado con sus manos.

Días después le enviamos una carta a su jefe, en donde renunciábamos a la posibilidad de volver a trabajar para ellos en tanto este personaje siguiera formando parte de su empresa, documentando el proceso en el afán de limpiar nuestro nombre y aclarar circunstancias en las que seguramente fuimos embaucados de a gratis sin saberlo.

Recibimos una respuesta a la siguiente semana, un par de líneas solamente en la que se comprometían a revisar el tema, que parecía algo muy delicado. La siguiente actualización fue un después de unos meses, en donde nuestro malogrado cliente me cuestionaba no haber acudido con él primeramente. Dudé en contestarle, pero lo hice. Ahí terminó todo, obvio no volvieron a llamarnos, obvio el cliente sigue ahí trabajando y obvio la empresa no tomó cartas en el asunto.

Hoy pienso si lo haría de forma diferente y la respuesta es no. ¿Me arrepiento de haberlo dejado? Menos. Es más, en estas fechas donde empezarían los primeros acercamientos y planeación del proyecto siento un gran alivio al no tener que defender mis procesos de diseño y sobre todo mi honorabilidad.

Con el paso del tiempo hemos llegado a detectar cierto tipo de clientes que no nos convienen, que si bien no son tan nefastos como este personaje, no vale la pena sacrificar tiempo y talento en pro de un dinero que casi siempre, cuesta el mismo trabajo obtener.

Entre varios colegas tenemos una lista negra que compartimos cuando nos topamos con gente así. Nos sirve como referencia, aunque nunca falta quien desea probar suerte y verificar si no fuimos nosotros el problema. Pienso que no es posible —ni justo— hacer una base de datos así, pero también creo firmemente que hay clientes que se nos acomodan bastante bien, cuyos proyectos nos causan un gran placer y dinero. En esos nos enfocamos, aunque con los otros nos sigue costando trabajo decir que «no».