Si bien la arquitectura sintetiza los elementos técnicos y visuales que rigen durante el tiempo de su construcción, la permanencia de una obra la hace trascender en el tiempo y superar toda tendencia.

Más aún, un estilo arquitectónico es capaz, gracias a su cualidad de mantenerse vigente y funcional a través de las épocas, de desarrollar nuevos estilos que influencian a las creaciones inmobiliarias.

Así se observa cuando las construcciones se levantan con tendencias que antaño predominaron. En la Ciudad de México, por ejemplo, surgió durante la primera mitad del siglo XX una tendencia de arquitectura que denominaron “neo colonial”.

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En el Centro de la ciudad comenzaron a verse nuevas edificaciones de gran espacio que integraron elementos como la cantera y el tezontle, así como otras piedras, de pronto era posible sentirse en las épocas coloniales y logró conservarse cierto orden visual que no rompiera la armonía de las calles.

Pero aún cuando no se conserve un orden en el paisaje urbano de un lugar (cosa que terminó sucediendo en la zona referida), lo cierto es que resulta hasta cierto punto interesante desde muchas ópticas observar la transformación de un lugar en el que las construcciones más antiguas se convierten en elementos atemporales.

Aunque lo recomendable es conservar el orden y estilo arquitectónico de una zona (como lo han gestionado eficientemente ciudades como Barcelona, París, Buenos Aires, Londres y muchas más), cuando esto no sucedió lo que queda es realizar cuanto antes lo necesario para que se haga efectiva una política de conservación.

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Resulta que muchas construcciones llegan a adquirir un valor humano y social que va más allá de sus valor catastral, se convierten en elementos que describen la vida de su tiempo y se constituyen en un legado cultural.

Se convierten pues, en elementos creativos que al describir un momento histórico, irónicamente se transforman en construcciones atemporales.

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