«Vamos a diseñar una revista» les digo a mis alumnos. Ellos, antes que acabe la frase ya están revisando Pinterest para obtener algo de inspiración. Cuando Pinterest se agota la siguiente fuente de información es algún buscador. Las opciones no paran ahí: si buscamos «portadas de revistas», por ejemplo, Google arroja 173 millones de respuestas.

Esto no es nuevo, solo cambian las fuentes de inspiración. Antes de internet existían libros —muy caros, por cierto—, que tapizaban los despachos de diseño con los mejores diseños de revistas, logos, identidades, anuncios, portadas, folletos y cuanta rama de diseño existía en aquel entonces.

Los diseñadores —como humanos que somos— vamos cargando un banco de imágenes en nuestro cerebro todo el tiempo: cuando caminamos en la calle, cuando leemos el menú de un restaurante, viendo la televisión o simplemente navegando en internet. La única diferencia con el resto de la gente es que apretamos el botón interno de «hacer consciente» para comenzar la carga.

Ya sé que está de más mencionarlo, pero vivimos en un momento histórico donde tenemos acceso a la información como nunca antes. Si hace un par de décadas se hacía apabullante la carga de información visual hojeando un libro, tratando de obtener ideas para algún logo, hoy en día la sensación podrá ser igual de fuerte, solo que con opciones infinitas; tanto así, que muchas veces terminamos quedándonos con nada, sacamos solo un puñado de opciones que no sabemos cómo llegaron a nuestro cerebro y nos quedamos con esa sensación de no saber si nuestro diseño es totalmente original o lo estamos replicando de algo que ya hemos visto.

Aunque realmente, si nos vamos un poco más al fondo, caemos en cuenta que ninguna idea que tengamos es nueva. Para ello necesitaríamos resetear nuestra mente y comenzar de cero, desde la forma más primitiva de pensamiento, en el que no existen lenguajes, representaciones y donde cada reacción es nueva. Pero sin irnos a los extremos, todo el tiempo estamos esforzándonos por engañarnos y hacernos creer que esa idea es nueva, totalmente nuestra y a veces con el desánimo de pensar que eso ya se le pudo haber ocurrido a alguien en algún lugar remoto, sin la necesidad de haber estado influenciados por las mismas fuentes. Es desalentador, sin embargo, el cúmulo de ideas abonadas con nuestro estilo personal nos saca al rescate, aunque el origen de la idea pueda estar en las partes más recónditas de nuestro subconsciente.

A todo esto, ¿qué tanto nos ayuda la vorágine de información que consumimos viendo diseños en Pinterest, Behance, bancos de imágenes, libros o buscadores? ¿Realmente nos sirve de algo el consumir largas horas revisando el trabajo de otros colegas? ¿Estamos en la capacidad de sacar provecho a toda esa información que pasa convertida en pixeles?

Al igual que en la música, donde con siete notas se pueden crear una infinidad de armonías diferentes, muchas de ellas iguales pero en contextos diferentes (instrumentación, vocales, ritmos), en el diseño estamos acomodando signos de la misma forma, partiendo del punto, que se convierte en línea y se crean variantes convertidas en letras y representaciones de personas, objetos y paisajes. No somos más que acomodadores de ideas que intentamos traducir en mensajes que encajen en diferentes contextos para ser interpretados de forma dirigida y particular, pequeños destellos que brillan en nuestra mente entre la contaminación de recuerdos y que logramos rescatar sin un origen claro (aunque a veces somos perfectamente conscientes cuál es nuestra fuente de inspiración).

A final de cuentas, solamente somos capaces de hacer resaltar una cantidad muy pequeña de ideas. Imaginemos una pelota de tenis, ¿cuántas de ellas podemos sostener en una mano? ¿Dos, tres o hasta cuatro en el caso de tener manos grandes? Si cada una de ellas fuera una idea y nuestra mano la mente, no importa cuántas pelotas pelotas nos avienten, no contamos con esa capacidad de sostener tantas sin que se nos escapen. Quizá no sirva de mucho ver tanto, analizar tanto, cuando nuestra mente es incapaz de retener tanta información.

No soy médico, psicoanalista y disto mucho de ello, pero el acceso a tanta información puede resultar inútil en la medida que no podemos mantener tantas ideas frescas. Podremos resguardarlas en archivos, carpetas, impresos, álbumes, muros, tableros, cambiando la forma en que procesamos la información: en lugar de forzar nuestra mente, navegamos viendo una pantalla recordando información y tratando de mantener ideas a flote, a un primer nivel, en tanto para ello, debemos desechar aquellas que no usamos, mandándolas a lugares recónditos en espera de ser redescubiertas.

Por lo mismo, la contaminación visual termina no siendo otra cosa sino lo mismo que siempre vemos, solo que en mayor cantidad, aumentando el trabajo de archivar en nuestra mente lo que realmente creemos es relevante. Podría resultar más difícil encontrar algún tesoro que nos funcione entre tanta basura. ¿Servirá entonces de mucho tener acceso a tantos medios? ¿Buscar información tan obsesivamente? ¿Sería un buen momento de replantear o acotar nuestras fuentes de inspiración?

Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.