Las computadoras son al diseño lo que los microondas son a cocinar». Con esta frase Milton Glaser planteó su postura sobre el debate que se armó a principios de los noventas, sobre el rol que jugaría la computadora en el día a día de las artes gráficas y diseño.
No era para menos, los otrora paste-uppers y formadores dentro de las editoriales sintieron la incomodidad de esta nueva caja que hacía el mismo trabajo en minutos, mientras que ellos podrían tardar horas y hasta días enteros haciendo tan solo correcciones a un libro.
Hoy, tras un cuarto de siglo de aquel debate, nos es posible hacer un análisis mucho más preciso de la forma en la cual la computadora cambió nuestra forma no solo de trabajar, sino de concebir la vida misma, la alteración de nuestra cotidianeidad y la dependencia que hoy tenemos con la vida informática.
Estábamos metidos en este debate, era justo cuando estudiaba y que comencé a trabajar como becario en una editorial. En aquella época —principios de los noventas—, uno de los editores me preguntó sobre una revista de la cual todos estaban hablando. Se llamaba Raygun y únicamente se podía conseguir en ciertos Sanborns, los más grandes y mejor surtidos.
Tan cara como la quincena de un primer empleo de medio tiempo, me limité a estudiarla dentro del Sanborns más próximo a la universidad. No supe qué pensar, al día siguiente debía cumplir mi promesa de dar una opinión sobre ella en la convivencia espontánea del desayuno en el trabajo. De alguna forma la revista estaba rompiendo con todos los estereotipos que conformaban el «buen diseño», aquel que muy pocos diseñadores creían poseer y de los que trabajar en una editorial te abría paso hacia ello, como si se tratara de la realeza del diseño: porque además de estar familiarizado con el manejo del color, el elaborado trabajo de trazar líneas y crear logos, se adicionaba el dominio del estilo editorial, de una ortografía envidiable, poder hacer cálculo tipográfico, dominar la tipografía y hacer que fluya con naturalidad ye interpretar correcciones sobre galeras bajo el lenguaje críptico de los editores.
Eran principios de los noventa, así que la tendencia minimalista y generosos espacios en blanco se perfeccionaba mientras se experimentaba con tipografía pequeña, grandes interlíneas formando párrafos flotantes en las páginas. Como repartición de tierras, textos e imágenes reclamaban sus espacios personalizados para no mezclarse, a excepción de uno que otro pie de foto que se colara encima de la imagen, como demostración de la aplicación digital.
Raygun hablaba sobre música y estilo, rompía con todos los modales, en un momento donde libros y revistas comenzaban a entender cómo aplicar PageMaker y el recién nacido QuarkXPress sin vender su alma creativa. David Carson, creativo y diseñador de Raygun, comenzó a ser tildado de loco, de un artista que había irrumpido en una industria en la cual no serían bien recibidas sus locuras. Y es que rompía con todo el diseño concebido: párrafos de más de 20 cm de largo, con tipografía de 6 puntos compuesta en versales, con fondos ruidosos y contrastantes, de la forma que leer un artículo en sus páginas era más allá de lo que consideraríamos una proeza. Páginas con textos a dos columnas, cuyo medianil se convertía en negativo encimándolas y haciéndolas ilegibles.
Textos sobrepuestos, fondos ruidosos, la ausencia total de una retícula, índices sin referencia de páginas, títulares que cambiaban de fuente y posición en cada número, tipografía trabajada digitalmente como si estuviera sobreexpuesta, eliminación de ojos en las letras, fotos mal colocadas… en fin, una locura. Completamente ilegible y audaz. Carson saltó al estrellato del diseño editorial marcando el extremo del diseño editorial, completamente opuesto al «buen diseño» que practicaban las editoriales de libros y revistas, con sus diseñadores de pantalón de vestir y camisas de manga corta con corbata.
«¿Será el futuro del diseño editorial?» Me preguntaron la siguiente mañana. «No creo —contesté con cierta condescendencia al tratarse de gente que me podría doblar la edad—. Nadie la va a leer». Estaba en lo cierto, Carson afirmó meses después que Raygun estaba hecha para verse, no para leerse. Prueba de ello fue una entrevista a Bryan Ferry, que al momento de formarla se dio cuenta que era un texto vacío, que no aportaba nada, así que sustituyó todo el texto del artículo con Zapf Dingbats, fuente conpuesta únicamente por símbolos.
Con una vida muy corta, Raygun marcó el extremo del diseño editorial, encontró la frontera de la cual aún nadie ha logrado traspasar con éxito. Como si se tratara de las profundidades del océano, donde habitan seres marinos que ni siquiera imaginamos, entendemos bien los extremos sobre los cuales podemos bucear, aunque más cercanos a la superficie, donde está el diseño seguro, el legible, el agradable a la vista, el ordenado, el jerárquico, el que consideramos «buen diseño», con sus toques de monstruos marinos, aportación etérea de David Carson en Raygun.
Raygun se publicó de 1992 a 2000. Después desapareció. Yo compré mi primer ejemplar después de seis meses, y un par más en el siguiente año. No pude más, le perdí el chiste una vez que dejó de ser novedad, que dejó de aportar y comenzó a repetirse, como artista de un solo éxito, que se desvanece cuando llega a su máximo potencial. Su editor, Marvin Scott Jarrett, cómplice de las locuras de Carson, editó revistas sobre la misma temática musical y énfasis en diseño, como parte de su personalidad, como Creem y Nylon, mientras David fundó su estudio de diseño, se convirtió en surfer profesional y hoy se divierte conviertiendo la tipografía en arte, creando collages. Carson es medallista de AIGA, reconocimiento otorgado a diseñadores por su aportación al mundo del diseño en Norteamérica.