Era principios del nuevo siglo y nuestro cliente, una tienda de autoservicio, nos pedía artes para cada festividad en la que la gente pudiera gastar dinero: día del niño, madres, padres, fiestas patrias, verano, navidad, reyes entre muchos otros.
Cada arte implicaba un desgaste natural como cualquier trabajo de diseño: generación de una gran cantidad de propuestas, una vez elegida, cualquier cantidad de cambios, entre “sube la tipografía, “prueba con diferentes colores y “esto se parece a lo que hizo la competencia el año pasado”.
Tuvimos un nuevo cliente que nos pidió un arte más desarrollado para una campaña de verano. Mis ideas estaban totalmente estancadas, difícilmente lograba materializar algún concepto que se alejara, aunque sea un poco, de aquellas que hacía para mi cliente de autoservicios. La frustración era total. No tiene nada que ver con un bloqueo creativo, donde simplemente la ideas no fluyen, aquí, el tema era la dificultad para cambiar de carril y comenzar a diseñar hacia un nuevo camino.
Caí en cuenta que estaba sucediéndome lo mismo con otros clientes. No sólo de diseño publicitario, sino editoriales, de identidad corporativa. Como canción de Belanova, todas mis propuestas eran iguales, si acaso algún detalle diferente, pero insuficiente para sentir que me estaba engañando a mí mismo.
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Fue entonces que mi esposa me hizo una sabia sugerencia: “Regresa a la escuela”. Esta pequeña frase se convirtió en un poderoso revitalizante, que por sí sola me hizo sentir que había una salida a esta desdicha de no poder diseñar fuera de mí mismo. La idea encajó perfectamente con una maestría en diseño editorial —mi gran pasión— y que estaba por comenzar un nuevo ciclo. Asistí a las entrevistas, entré a estudiar, conocí a mucha gente muy interesante: maestros y compañeros que sin saberlo se convirtieron en terapeutas varios días a la semana.
Mi diseño se destrabó, mi estilo floreció de nuevo y como recién egresado que ve sus trabajos de primer semestre me sentí avergonzado, atribulado por no haber podido mostrar este nuevo yo en aquel logo que aún sigue vigente, en todas las publicidades para navidad en donde no podía pensar en otra cosa que no fueran árboles de navidad, guirnaldas y foquitos de colores. Bienvenido al nuevo yo, recargado, con mucho más conocimiento, fundamento y nuevas perspectivas que ahí estaban desde antes, pero que no podía ver.
No se trató tanto del renacer de un diseñador como ave fénix. Logré ver el cambio antes que fuera demasiado tarde y el público notara mi mediocridad. Lo que encontré fue un método eficaz contra esta cerrazón creativa que viene a visitarme de vez en vez. Me volví fan de los museos, retomé mi afición por la foto, la tipografía y asistir a conferencias y cursos, con ellos logro combatir el estancamiento cada vez que quiere asomarse. El ver el trabajo de alguien más me hace cuestionarme, me autocalifico pensando si podría hacerlo mejor.
Lo que realmente aprendí de esta experiencia es a voltear para otros lados, no tener miedo de reinventarme cada vez que me siento atorado. Sí tú te vuelves tu juez más implacable, entonces serás exigido a niveles que no conocías, aunque a veces requieras de regresar a terapia, a tus principios básicos para darte cuenta de cuánto has evolucionado como profesionista, como diseñador.