Hace quince años me lesioné la espalda. Lo que comenzó con un dolor leve y sin importancia se fue agudizando con el tiempo, llegué al punto en que no podía hacer viajes largos sin estar sedado, en las reuniones prefería mil veces estar de pie o en una silla dura que sentarme en un sillón. Me encontraba yo en una etapa en mi vida donde la prioridad era mi carrera profesional minimizando cualquier dolencia, total, la juventud a todo.

Estaba arrancando mi despacho de diseño y aunque tenía mi oficina con una silla relativamente cómoda, mis clientes me llamaban para que fuera a trabajar a sus oficinas. Era más redituable porque cobrábamos más caro, especialmente por el hecho de que yo me presentara y no enviáramos a alguno de nuestros diseñadores.

Como externo, llegaba con mi computadora (que pesaba más del doble de las actuales), miles de cables, desde Ethernet, corriente, para leer discos, lector de zips; ratón alámbrico, una base con ventilador para que no se sobrecalentara y un cuaderno, todo dentro de una mochila digna de alguien que iría a escalar el Everest.

Era un morral impresionante que cargaba todo el tiempo, incluso cuando iba a algún restaurante a comer la traía conmigo, era preferible a dejarla sola en el auto a merced de la delincuencia (hace 15 años ya vivíamos una ola de inseguridad tremenda, no solamente ahora).

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Una vez en sus oficinas, cuando no había lugares disponibles por alguien que estuviera de vacaciones o en algún curso, que era casi siempre, me tocaba trabajar en el rincón, lleno de papeles y toda clase de objetos estorbosos. La silla igualmente era la que estuviera libre, que casi siempre era la rota, la que no se podía ajustar en altura, con el respaldo rígido (cuando encontraba alguna con respaldo) o bien, con el cojín a punto de vencer la tela que lo contiene, la que nadie quería o que habían cambiado por una mejor.

Creo que estos dos factores fueron los esenciales que me llevaron a mi dolor crónico, y si le sumamos un tercero: una pésima alimentación que terminó quedándose en mi cuerpo en forma de grasa, estaba conformándose un diagnóstico que fui armando cuando el dolor se volvió insoportable.

En este punto de inflexión tuve que tomar ciertas decisiones con respecto a la forma en que llevaba mi vida: primero un chaleco ortopédico que me impedía jorobarme para estar a la altura de la pantalla de mi laptop. Segundo, cambiar el colchón de mi cama, al cual ya le habíamos dado vuelta y rotado en todas las configuraciones posibles.; mi mochila cambió por un híbrido de mochila/portafolio/maleta con ruedas para que la cargara lo menos posible y finalmente, una silla nueva para trabajar.

En la oficina de mi cliente me empecé a volver un poco más quisquilloso en cuanto al tiempo que estaba allí, así como en la calidad de la silla donde me tocaría trabajar y como último recurso una dieta, ¿por qué no?

Aprendí a agacharme correctamente, a tener una rutina de pequeños ejercicios matutinos para distender la columna, fue un proceso de cerca de un año para que el dolor abandonara mi cuerpo y fuera operativo una vez más.

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A esas alturas estaba buscando rediseñar la oficina, así que fui a una tienda de muebles de oficina para ver escritorios y gabinetes. La vendedora encontró su mina de oro cuando le comenté mi problema con la espalda, se convirtió en ortopedista profesional explicándome las ventajas de comprar una silla de alto rango por módicos $1,100 dólares. —Pruébala—, me dijo completamente segura de sí misma, —si te duele la espalda en un mes me la regresas—.

Acepté el reto ignorando completamente los lamentos de mi cartera y en menos de un mes ya estaba sentado en mi flamante silla Aeron de Hermann Miller con apoyo lumbar, descansabrazos nivelables, respaldo con posiciones rígidas o móviles y hasta pude escoger el tamaño de la silla, chica o grande.

Era tan cómoda que busqué por todos los medios ya no tener que ir a trabajar a las oficinas de mi cliente —receta médica en mano para terminar de convencerlo—. Después de años, la semi-jubilé y me la llevé a mi casa para que las jornadas de Home Office fueran igual de cómodas sustituyéndola por una nueva para mi oficina. En ella, he pasado jornadas interminables de trabajo (hasta de 40 horas seguidas, solo levantándome para comer y al baño), sin dolor de espalda, conteniendo el cansancio de una manera sorprendente.

Por ello, cuando doy cursos o pláticas sobre emprendimiento, hago énfasis en la necesidad de considerar siempre una silla ergonómica y de alta calidad. A diferencia de una que compres en clubes de precio o tiendas de oficina de cadena, te durará prácticamente toda la vida, te mantendrá con tu espalda en perfecto estado, aún con la juventud a flor de piel.

Una buena silla, después de una buena computadora, es el elemento de más valor en cualquier despacho de diseñador, para que pienses en tu trabajo, no en la posición que menos te moleste.

Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.