Las oficinas de nuestro cliente estaban sumamente concurridas. La mayoría eran proveedores esperando ser atendidos. Como dictan las buenas costumbres, llegamos 10 minutos antes de la hora, aún con el frío matinal intenso nos anunciamos con la recepcionista y nos sentamos a esperar a que nos atendieran. “Las 8:00 de la mañana es una buena hora para ser recibidos —platicábamos mientras nos terminábamos de acomodar en las duras sillas de metal—, como entran a las 7:00, ya desayunaron, se incorporaron, checaron sus correos y aún están en buen ánimo”.

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Pasaron las 8:30. A las 9:00, ya un poco desesperados y después de preguntarle varias veces a la recepcionista si tenía noticias de nuestro cliente por fin se apareció. Lo reconocimos desde que estaba bajando las escaleras. Lo buscamos con la vista esperando nos reconociera y tratara de aliviar aunque sea un momento la molesta espera que estábamos soportando en la recepción, perfectamente comparable con estar adentro de un refrigerador.

Nos vio, nos saludó con la mirada y se dirigió en nuestra dirección, solo que fue interceptado por uno de sus compañeros de trabajo. Alcanzamos a escuchar que necesitaba su apoyo para verificar cierta información. El asintió, interrumpió su ruta hacia donde estábamos, nos saludó y nos dijo que en un momento nos atendía.

Pasaron las 9:30, las 10:00 y a las 10:30 no sabíamos que era más grande: nuestra indignación, la desesperación o el frío que nos había provocado la grosera espera. Era momento de tomar una decisión. La víscera nos gritaba retirarnos, pero de alguna forma el proyecto que nos esperaba era lo suficientemente atractivo para soportar la humillación de haber visto pasar a más de un centenar de proveedores, ser atendidos y retirarse. Pusimos un nuevo límite. Las 11 de la mañana.

Nuestro enojo era tal que resultaba mejor ya no se apareciera el cliente porque no atenderíamos la junta con el optimismo debido. Pasaron por nuestra mente toda clase de excusas que podría darnos ante semejante falta de respeto. Esperábamos que no le hubiera dado un infarto o estuviera en el hospital, pero eran quizá las únicas opciones que consideraríamos válidas en este punto del día.

Con una pequeña dosis de pena y lástima, la recepcionista nos dejó pasar a la sala de juntas donde se encontraba para avisarle que nos retirábamos. Tratamos de sonreír, pero no pudimos deshacer la dureza de nuestro rostro. Interrumpimos la junta en la que estaba con gente diferente a la que pensábamos estaba. «Nos retiramos, tenemos otras actividades y no podemos permanecer más tiempo». Hubo un silencio muy pequeño, nuestro cliente desencajó el rostro, se llenó de ira y nos dijo con desdén:

“Qué mal que se van, no es muy profesional de ustedes, ya estaba por terminar la junta”. Tres horas esperando y no fue capaz de disculparse, peor aún, se sintió ofendido, no cabíamos del asombro. Respondimos balbuceando un “lo siento” mientras salimos de la junta, que continuó como si nada hubiera sucedido.

Fue la última vez que vi a esta persona. Obviamente no me devolvió la llamada y mucho menos recibimos el proyecto. Si me arrepintiera de algo ese día fue no haberme retirado más temprano. En su momento me entristeció no haber podido participar de este trabajo, pensaba que si una vez afuera me hubiera llamado me habría regresado, pero era aún un joven imberbe que no sabía nada de la vida, le apostaba a la redención del cliente, si trabajaba con él, no volvería a tratarnos de la misma forma.

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Con el tiempo entendí que así es el mundo de los humanos, creemos que una desafortunada primera impresión no precisamente muestra la esencia de quiénes somos.

Este episodio es uno de aquellos capítulos que me marcó en mi vida profesional. Entendí tanto ese día que me resultaría egoísta no compartir la experiencia de esa fría mañana de enero. Con el tiempo me curtí. Me acostumbré a confirmar mis citas desde antes de salir de la oficina para hacer consciente a mi cliente que verlo implicaba invertir mi tiempo, salir a la calle, aceptar el tráfico, encontrar un lugar para estacionarme y casi siempre pagar por él. 

La falta de respeto al tiempo del diseñador suele ser uno de esos puntos que nos cuesta mucho trabajo asimilar. No me refiero solo a las largas esperas que tenemos que soportar para ser atendidos, sino las llamadas a las 6:00 de la tarde para darnos los últimos cambios que debemos tener listos y enviados a primera hora del día siguiente, los tiempos que debemos dedicar a realizar caprichos del cliente a manera de propuestas que sabemos no tienen la menor oportunidad. Tratando de justificar estas actitudes con “así es el negocio del diseño”, asumimos que así es nuestro trabajo y nos dejamos matar por estas excusas.

¿Existe alguna forma de terminar con ello? ¿De hacerle ver al cliente este tipos de circunstancias que realmente nos molestan?

Hay un miedo justificado a mantener al cliente soportando sus malos tratos, so pena de perderlo ante un arranque de locura. ¿Hay clientes así? Sí, y por todos lados, pero como una película que inicia con el final, y una vez visto el desenlace, nos regresa en el tiempo para ver cómo es que llegamos a ese punto. Así debemos rebobinar para entender que esto se trata más bien del desenlace de una serie de decisiones que, de haberlas tomado en otra dirección, nos hubieran ayudado a obtener resultados diferentes.

No esperes que al final de esta serie de entregas tendremos un final feliz, a prueba de los Bad Clientes, sino una guía para entender hasta qué punto debemos ceder y asumir los riesgos que trabajar para alguien implica.

Diseñador gráfico con maestría en diseño editorial por la Universidad Anáhuac y con cursos de Publishing en Stanford. Actualmente dirige MBA Estudio de Diseño, dedicado al diseño editorial, identidad y publicitario, además de realizar scounting y contratación de talento de diseño para diferentes empresas. Es profesor en la Universidad Anáhuac y la UVM. Le gusta la caligrafía, tipografía, la música y la tecnología.